Cocina Mexicana | $$$$ ( $1,000 + p/p) | Tonalá 133, Roma Nte., Cuauhtémoc, 06700, CDMX
Hace un par de meses fui por primera vez a EM del chef Lucho Martínez, y no aguanto las ganas de regresar. Los restaurantes de Lucho ofrecen una propuesta sólida, no solo en el concepto, sino también en el diseño del menú, el ambiente y el servicio, lo que hace que salir a comer o cenar en cualquiera de sus propuestas sea una garantía. Ultramarinos es un lugar atemporal de mariscos inspirado en las ostionerías de los años setentas de la Ciudad de México; Martínez, un bistró francés que se aleja de la tendencia de los wine bars, ofreciendo una experiencia gastronómica completa; mientras que EM, es su espacio más íntimo en el que plasma su visión de México, y que ha ido evolucionando y pasando por diferentes etapas desde su apertura.
A Martínez he ido varias veces y fue uno de mis restaurantes consentidos cuando recién abrió. Sin embargo, por alguna extraña razón, no había ido a EM. Siempre lo tenía en mente, desde que estaba en Río Pánuco, en la Col. Cuauhtémoc, pero no se concretaba, y acababa yendo a otros restaurantes. Decidí ponerle fin y reservar para celebrar el cumpleaños de mi novia, y vaya la grata sorpresa que nos llevamos. Teníamos tiempo sin que nos sorprendiera algo así en la ciudad.
Llegamos un par de minutos antes de la reservación, por lo que nos pasaron primero al 686, el bar que está arriba del restaurante. Mientras esperábamos nuestra mesa, nos tomamos unas margaritas sin alcohol, muy bien logradas, y donde apenas se notaba la ausencia de tequila. Los tragos están perfectamente elaborados, no buscan reinventar nada, solamente se especializan en cócteles clásicos. Los meseros, vestidos con sus sacos blancos, resaltan en el ambiente casi completamente oscuro.
Cuando estuvo lista la mesa, bajamos al salón. Desde la entrada, puedes ver la cocina al fondo y al chef Lucho cuidadosamente coordinando todo lo que en ella sucede: cocina, supervisa los platillos, prueba las salsas, monitorea el salón, ajusta la música y le coloca los últimos toques a los platos antes de que salgan a las mesas.
El diseño del restaurante es elegante y acogedor, con paredes en rosa pálido y detalles dorados. El personal, siempre con una sonrisa, te hace sentir bienvenido desde el primer momento.
En lugar del menú degustación, decidimos reservar a la carta, ya que, como mi novia no come carnes rojas ni aves, no queríamos modificar nuestra experiencia o complicar el servicio reemplazando alguno de los ingredientes, aunque estoy seguro de que habrían hecho los ajustes sin problema.
El menú es sencillo y honesto, y en él, el chef interpreta su propia percepción o visualización de México. Ingredientes como quelites, chilhuacle y chile meco se avivan y cobran protagonismo dentro de los platillos, alejándose de como tradicionalmente se preparan. Igualmente, el chef incorpora platillos de sus orígenes veracruzanos, como el arroz a la tumbada.
De entrada, te sirven unas empanaditas de pescado con un polvo de chiles, acompañadas de una salsa macha y un consomé de nopal con un bouquet de hierbas de temporada; un inicio ideal que sienta las bases para lo que viene.
Ordenamos la tostada de atún con chintextle (una pasta de chiles originaria de Oaxaca). La calidad del atún resalta sobre una lámina fina y crujiente. Los jitomates con pesto de quelites y tofu, los elotes baby con mantequilla de soya y yuzu (los cuales me acabé completos, ya que no paraba de sacar uno por uno de la olla y comérmelos todos) y el tempura de hongos en mole negro, un plato que nos voló la cabeza. El mole tenía un balance perfecto: ni demasiado chocolatoso ni amargo, lo que contrastaba increíblemente con la delicadeza de los hongos enoki. Falta más decir que no perdoné, y con el pan brioche lo rematé; no iba a dejar que se lo llevaran sin antes haberme acabado todo el mole.
De plato fuerte, ordenamos la lobina a las brasas con puré de coliflor, jus de pescado y chile meco, la cual compartimos. Aunque me quedé con ganas de probar el arroz a la tumbada con almeja chione y bogavante.
Para cerrar, el chocolate, caramelo de café y helado de vainilla con lámina de oro, un postre suave, cremoso y nada empalagoso. Para acompañarlo, me pedí un carajillo servido en copa martinera.
Como detalle especial por el cumpleaños de mi novia, nos llevaron un tiramisú de mamey con una vela, un gesto perfecto para la ocasión. Durante toda la cena, el servicio, la música y el ambiente estuvieron perfectamente coordinados, recordándonos por qué EM tiene una estrella MICHELIN. No me sorprendería que pronto consiguiera la segunda.